Hay algo heróico en la cara de este hombre, quizás las arrugas prematuras, quizás los ojos oscuros y penetrantes que parece que entran en el cuerpo de quien le observa y llega hasta las vísceras. Herbert Kilpin no es un sujeto común, no solo porque más que nada fundó el Milan Cricket and Football Club en diciembre de 1899, sino porque este joven inglés de Nottingham, el último de nueve hijos, con ese deseo de aventura y el espíritu de pionero que perfectamente concuerda con el alba del nuevo siglo.
Kilpin es un hombre del ochocientos, en el sentido que vino al mundo en 1870, pero ya tuvo la visión de un moderno ciudadano del novecientos, ve donde otros ni siquiera llegan, anticipa, persigue, inventa, crea. Una especie de futurista ante litteram.
Que Italia está en su destino y está claro desde que, con 13 años, embarcó con otros chavales en un equipo donde fue dado el nombre de Giuseppe Garibaldi: camisetas y pantalones rojos. Terminado el periodo de aprendizaje bajo el mandato paterno, Kilpin es asumido en una industria textil y es como representante para el extranjero, donde desembarcó en Italia a finales de los ochocientos: llega a Turín, llamado por Edoardo Bosio, industrial que importa desde Inglaterra los telares y quiere que Kilpin enseñe a los operarios como se deben utilizar la nueva maquinaria.
Pero los dos, más que planificación empresarial, hablan de fútbol, su auténtica pasión. Juegan varios partidos en los campos de Turín, fundan el Internacional Turín, donde Kilpin se hace socio y jugador. De él impresiona sobre todo la bravura y el perfecto conocimiento de una disciplina que en Italia está en los albores.
Cuando por trabajo se transfiere a Milán empieza a frecuentar el ambiente de los gentleman ingleses que, bajo la sombra del Duomo, preferiblemente en las mesas de American Bar, hacen negocios. Kilpin se dedica a la difusión del verbo futbolístico. Organiza partidos, enseña a los italianos y a muchos suizos que en esos años habitan en Milán las reglas y la técnica del fútbol y luego se dejó llevar por un sueño: fundar un club.
Lo consigue gracias a la ayuda de otros dos ingleses, los colegas Samuel Richard Davies y Sir Alfred Edwards, consejeros de Su Majestad. En una noche de mediados de diciembre de 1899, en la sala noble del Hotel du Nord y des Anglais, nace el Milan Cricket and Football Club. Edwards es el Presidente, Davies es el secretario, Allison el capitán, pero el verdadero motor de la iniciativa es Herbert Kilpin que hace prácticamente de todo: jugador, entrenador, directivo, masajeador.
Pone su espíritu aventurero al servicio de la causa, se preocupe ser una guía y un punto de referencia para aquellos que de fútbol todavía saben poco, busca darle un sentido organizativo al club lo más cercano a las empresas en las que ha trabajado. Con el Milan conquista tres ligas (1901, 1906 y 1907) y dos Medallas del Rey (1901 y 1902), juega 23 partidos y realiza 7 goles.
La noche en la que funda el Milan, frente a una platea de hombres que le escuchan con la boca abierta como si estuvieran delante de un profeta, grita con una poderosa voz que, en los años, es un manifiesto de intenciones: “Somos un equipo de diablos. Nuestros colores serán el rojo como el fuego y el negro como el miedo que meteremos a los rivales”. Y en estas palabras cuentan perfectamente el espíritu de aquellos que las pronunciaron.