El que más inventa y el que más falla

No sabemos quién, en esa mesa, doblará primero el brazo del otro. Pero de una cosa sí estamos seguros: Rafa Leao nunca podrá ser “normalizado” por nadie. No está en su naturaleza pasar desapercibido, ni para bien ni para mal. No está en su naturaleza procesar una exclusión tras otra y convertirlas en una rabia de la buena.

Tampoco, por supuesto, lo que hace sobre el terreno de juego cuando Fonseca decide contar con él. Al igual que con el Nápoles, al fin y al cabo, fue Rafa quien creó más peligros reales para la portería contraria, lo mismo ocurrió en Monza. Media hora de juego en la que el Milan, con su número 10, dispuso de tres balones de gol limpios.

Más de las que habían creado en la hora anterior todos los demás. Por supuesto, queda el pequeño detalle de que de esos tres balones de gol ni uno solo entró. Sin embargo, los reflejos se imponen y, a estas alturas, con la gestión adoptada por Fonseca, se parecen mucho a las nubes que se ciernen fijas sobre el cielo de Milanello.

Los que, a través de las imágenes de televisión, buscaban alguna mueca o alguna expresión particular de Rafa en la previa del partido se llevaron una decepción. Nada especial que reseñar. Alguna charla, incluso un par de sonrisas convertidas en decepción al ver Rafa cómo su antiguo reserva Okafor desperdiciaba dos ocasiones una tras otra.

Cuando Fonseca le hizo levantarse en la segunda parte y le mandó a calentar, Leao arrancó los aplausos del sector rossonero, que él correspondió. Todos le observaban atentamente, viviseccionándole con la mirada. ¿A qué velocidad corre? ¿Cómo se mueve? ¿Cuál es su actitud? ¿Es indolente o voluntarioso? Digamos que algo intermedio. Un minuto después de su entrada, Reijnders la puso en el centro del área suave, precisa, sólo para ser dirigida. Sólo que lo dirigió mal.

Un derechazo demasiado desviado que envió el balón fuera cuando ya se imaginaba en la esquina. Errores pesados, cuando sólo se gana por un gol y se está lejos de dominar el partido. Unos minutos más tarde, sus brillantes zapatos naranja fluorescente se elevaron hacia el cielo. Un intento de revés, una proeza a celebrar quizás con alguna venganza. El balón, sin embargo, ni siquiera fue tocado. El estadio murmuró, entre la burla y la estrechez de miras.

Sin embargo, cuando Rafa se escapó como sabe, saltándose a cuatro -Vignato, Bianco, Pablo Marì, Caprari- y presentándose solo ante Turati, no hubo murmullos. Sólo se esperaba el disparo que se coló en la red, digno colofón a su suntuoso taco personal. En lugar de eso, llegó la “rafata”: tras ese eslalon de maravillas, el portugués remató débilmente a los brazos del incrédulo guardameta.

Al expirar, el último intento: centro de Musah, Rafa se giró bien y remató con fuerza. Con violencia, de hecho, porque en ese disparo estaba toda su frustración del momento. Y, efectivamente, el balón acabó en la grada. Cuando Feliciani pitó el final, hasta Leao respiró aliviado: después de aquel tríptico de errores, si hubiera acabado 1-1 se habría encontrado con el pelotón de fusilamiento en fila.

Quién sabe, a lo mejor se ha guardado los goles para el martes y el escenario más lujoso de Europa, el Bernabéu. Fonseca dejó bastante claro antes del partido que jugará con él (“¿Leao en el banquillo? También tengo que pensar en el Real Madrid”) y puede que las lentejuelas y el brillo del fútbol de la Liga de Campeones, en ese estadio, cicatricen las desavenencias y le permitan empezar una nueva vida en el club rossonero.